San José

Diario digital del Centro Josefino de Chile

16 enero 2006

Un artículo de El Propagador de México


El crecimiento en la vida del hombre

Se cuenta en el libro del Génesis que Jacob estando a punto de morir llamó a sus hijos y les dijo: “Reúnanse, que quiero decirles lo que será de ustedes en los días venideros. Júntense y escuchen...”(Gen 49,1). De todas sus palabras, sobresalen aquellas dirigidas a Judá porque se consideran un presagio mesiánico (Gen 49, 10) y las dirigidas a José, por ser en verdad una bendición y porque los autores deducen de ella el origen de su nombre: José el hijo que crece...(Gen 49, 22).

La propiedad y significado de este nombre –que indica aumento- a ninguno otro conviene mejor, pues había de ser engrandecido en sí mismo y ante Dios y el prójimo, por el aumento de sus virtudes, la celebración de su fama, la reverencia y el amor de los hombres, la familiaridad con la madre de Dios y su paternidad divina.
San Alberto, Mariale q.23 & 2.

En este sentido podemos afirmar que todo hombre es un José. Alguien que crece. En efecto, la vida del hombre se caracteriza por el crecimiento. Mas aún, como se afirma de Jesús, todo hombre está llamado a crecer en tres niveles que son fundamentales para la integración de su persona: edad, sabiduría y gracia. Y a la vez, delante de Dios y de los hombres. Hoy día, los desequilibrios emocionales, las fatigas corporales, el cansancio mental y sobre todo el aburrimiento de la vida (la asedia), tienen su origen en la desarmonía de esos niveles de integración.

Para crecer en edad ni se necesita esfuerzo ni pensar en ello. Como el grano que crece por sí solo el que habla Jesús en el Evangelio: “no importa que el hombre que lo sembró esté dormido o despierto, que sea de noche o de día. El grano germina y crece, sin que él sepa cómo” (Mc 4,26-27). Pero para crecer en la virtud y en el saber se necesita empeño, dedicación y buena disposición.

Como hemos dicho no basta crecer en un sólo aspecto. Por ejemplo, existe el hombre que ha adquirido títulos académicos y hasta se ha especializado en alguna rama del saber y sin embargo respecto a la religión y a la fe se ha quedado con lo que aprendió para su primera comunión.

Por otra parte, el crecimiento no sólo se da a nivel intelectual ya que existe a lado de éste el de la experiencia espiritual y religiosa. Pascal lo expresaba con estas palabras: “hay razones que la inteligencia no entiende, pero que el corazón comprende”. Michel de Certeau con su libro la Fábula Mística ha resucitado el tema de la “idiota” y del “iletrado ilustrado”.

Ya en las Florecillas de San Francisco, el simplón Fray Gil interroga al sabio ilustrado, san Buenaventura, si acaso una mujer iletrada puede conocer a Dios; conociendo la respuesta atinada del santo quien le asegura que el conocimiento de la fe es más grande y mejor que la de cualquier sabio, sale gritando a todo pulmón por los campos: “tú, mujer analfabeta, escucha bien: tú también puedes conocer a Dios y más todavía que el sabio Buenaventura”. Y allí mismo –termina la narración– quedó suspendido en éxtasis.

Dios también quiere crecer haciéndose hombre. En efecto, Dios ha experimentado en Jesucristo, las edades de la vida del hombre. El hijo de Dios ha querido también ser llamado hijo de hombre. Que quede claro: antes de ser hijo de hombre ha sido Hijo de Dios, por lo que aquí podemos repetir las palabras del cardenal Pedro de Berulle: “Antes de morar en el seno de la Virgen, quiero reconocerlo y adorarlo en el seno del Padre; antes de entrar en la condición a la que su amor le lleva, quiero adorarlo en la condición que corresponde a su naturaleza; antes de verlo en su ser temporal, quiero contemplarlo en su ser eterno, antes de postrarme a sus pies de hombre, quiero postrarme ante su majestad, como quien tiene la majestad de Dios. Por eso, su discípulo amado nos enseña su esencia y su morada eterna antes de enseñarnos su Encarnación (Jn 1,1-2). Y en pocas palabras nos dice que Él era Dios y estaba con Dios antes de decirnos que se encarnó”.

Comentando las palabras de san Agustín respecto al crecimiento de la caridad, el padre jesuita Juan Bautista Scaramelli escribe: “nace el hombre niño, y en aquella edad imperfecta no tiene uso de razón, ni aún el uso de los miembros, de que no sabe valerse; por lo cual conviene tenerlo apretado entre fajas. Creciendo después, viene poco a poco a ser muchacho hábil para valerse de la razón, y aún para usar bien los miembros y sentidos, pero en aquella edad se halla aún imperfecto acerca del buen uso de los miembros, de los sentidos y de la razón. Llega finalmente, a ser hombre bien formado en todos los miembros del cuerpo, bien dispuesto en todas las potencias del alma, y en este estado puede obrar con plena perfección todos los actos humanos”.

No cabe duda que Jesús al nacer experimentó el crecimiento humano con toda sus consecuencias. El apóstol san Pablo afirma que el cristiano deberá crecer hasta llegar a la edad del varón perfecto; Jesucristo. Al nacimiento de los cristianos por el bautismo corresponde igualmente una infancia espiritual. El catecismo nos lo explica de esta manera, al hablar de la oración: “la oración del hombre responde siempre a una iniciativa del Señor, a una gracia que ella acepta. Para mejor orar es necesario conocer el don que se nos hace. Se nos ofrece la vida divina. Ésta no debe envejecer nunca. Pero como toda vida, tiene que nacer y crecer antes de llegar a la madurez...”

San León habla en estos términos del progreso de la Iglesia: La simiente está en la fe, su crecimiento en la esperanza, su madurez en el amor. Estas mismas etapas se dan en el progreso de la vida del cristiano. No que debamos entender que la fe desaparece para dar paso a la esperanza, la cual se sustituye, a su vez, por la caridad. Las tres virtudes nos son conferidas en el bautismo, pero después cada una caracteriza netamente una de las tres etapas mencionadas (nacimiento, adolescencia, madurez).

Los tres sacramentos de la iniciación cristiana (bautismo, confirmación, eucaristía) marcan el ritmo de las etapas de la vida divina recibida en el bautismo: ésta comienza en el bautismo, la eucaristía prepara y prefigura el destino celeste de la iglesia, es decir, el nuestro. Entre estos dos sacramentos extremos, la confirmación asegura y protege el crecimiento.

Dios, ciertamente, hubiera podido introducirnos, después del bautismo, directamente al paraíso, pero como aseguran los Santos Padres, está de por medio nuestra dignidad. Es necesario que hagamos nuestra la victoria de Cristo. Por lo mismo se nos concede el tiempo que va de nuestro bautismo a la entrada del paraíso como tiempo de lucha, tiempo para crecer. El escándalo está en que frecuentemente este tiempo se convierte en el tiempo de la monotonía, del envejecimiento y de la mediocridad. ¿Cómo resolver el escándalo? La respuesta es: por medio de la infancia espiritual. Los niños, en el lenguaje de los Padres de la Iglesia, son los recién bautizados. La infancia espiritual no consiste en imitar exteriormente al niño: “la grandeza y belleza de esta infancia espiritual no está en reproducir las apariencias de la infancia natural; está en comenzar una nueva existencia, en ser vida nueva y verse libre del pasado”. Sólo ahora e n t e n d e m o s aquella frase del cristiano Bernanos: sólo el pecado es el que nos envejece.

P. Eusebio M. Ramos, m. j.

Tomado de: El Propagador de la devoción al Señor San José, Año CXXXVI, enero 2006, pp. 2-5.


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