San José

Diario digital del Centro Josefino de Chile

13 noviembre 2006

Con María y José, el Papa invoca al Señor la gracia de preparanos a partir de este mundo


Angelus

Plaza de San Pedro
Domingo, 5 de Noviembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas,

En estos días, que siguen a la conmemoración litúrgica de los fieles difuntos, se celebra en muchas parroquias la octava de los difuntos. Una ocasión propicia para recordar en la oración a nuestros seres queridos y meditar sobre la realidad de la muerte, que la así llamada civilización del bienestar busca quitar continuamente de la conciencia de la gente, absorbida por las preocupación de la vida cotidiana. El morir, en realidad, es parte del vivir, y esto no sólo al fin, sino, más exactamente, a cada instante. Sin embargo, a pesar de todas las distracciones, la pérdida de una persona amada nos hace redescubrir el problema, haciéndonos sentir la muerte como una presencia radicalmente hostil y contraria a nuestra vocación natural a la vida y a la felicidad.

Jesús ha revolucionado el sentido de la muerte. Lo ha hecho con su enseñanza, pero sobre todo afrontando Él mismo la muerte. Muriendo ha destruido la muerte, repite la Liturgia en el tiempo pascual. Con el Espíritu que no podía morir, escribe un Padre de la Iglesia (Melitón de Sárdes, Sobre la Pascua 66), Cristo ha matado la muerte que mataba al hombre. El Hijo de Dios ha querido de este modo compartir hasta el fondo nuestra condición humana, para reabrirla a la esperanza. En último término, Él nació para poder morir, y así liberarnos de la esclavitud de la muerte. Dice la Carta a los Hebreos: "Él ha probado la muerte a beneficio de todos" (Hebreos 2, 9). Desde entonces, la muerte no es más la misma: ha sido privada, por así decirlo, de su veneno. El amor de Dios, operante en Jesús, ha dado, de hecho, un sentido nuevo a toda la existencia del hombre, y así ha transformado también el morir. Si en Cristo la vida humana es “pasaje de este mundo al Padre” (Jn 13, 1), la hora de la muerte es el momento en que esto se realiza de modo concreto y definitivo. Quien se preocupa en vivir como Él, es liberado del miedo de la muerte, que no muestra más la risa sarcástica de una enemiga, sino, como escribe san Francisco en El Cántico de las Criaturas, el rostro amigo de una hermana, por la cual se puede también bendecir al Señor: Alabado seas mi Señor, por la hermana muerte corporal. De la muerte del cuerpo no se debe tener miedo, nos recuerda la fe, porque sea que vivamos, sea que muramos somos del Señor. Y con San Pablo sepamos que, también liberados del cuerpo, somos con Cristo, cuyo cuerpo resucitado, que recibimos en la Eucaristía, es nuestra habitación eterna e indestructible. La verdadera muerte, que por el contrario debemos temer es aquella del alma, que el Apocalipsis llama segunda muerte (Cfr Apocalipsis 20, 14-15; 21, 8). De hecho quien muere en pecado mortal, sin arrepentimiento, cerrado en el orgulloso rechazo del amor de Dios, se autoexcluye del reino de la vida.

Por intercesión de María Santísima y de San José, invoquemos del Señor la gracia de prepararnos serenamente a partir de este mundo, cuando Él quiera llamarnos, en la esperanza de poder habitar eternamente con Él, en compañía de los santos y de nuestros queridos difuntos.

Benedicto XVI

Traducción del italiano: Cenjosch


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