San José

Diario digital del Centro Josefino de Chile

16 septiembre 2007

José un hombre de corazón en búsqueda


Viaje apostólico de su santidad Benedicto XVI en Austria en ocasión del 850 aniversario de la fundación del Santuario de Mariazell

Santa Misa

Homilía de su santidad Benedicto XVI

En la plaza frontal a la Basílica de Mariazell. Sábado, 8 de septiembre de 2007.

Queridos hermanos y hermanas:

Con nuestra gran peregrinación en Mariazell celebramos la fiesta patronal de este Santuario, la fiesta de la Natividad de María. Desde hace 850 años vienen aquí personas de varios pueblos y naciones, personas que oran llevando consigo los deseos de sus corazones y de sus Países, las preocupaciones y las esperanzas de su intimidad. Así, Mariazell se ha convertido para Austria y mucho más allá de sus fronteras, un lugar de paz y de unidad reconciliada. Aquí experimentamos la bondad consoladora de la Madre; aquí encontramos a Jesucristo en el cual Dios está con nosotros, como afirma hoy el texto evangélico —Jesús, de quien en la lectura del profeta Miqueas hemos escuchado: Él será la paz (Cfr Miqueas 5, 4). Hoy nos insertamos en el gran peregrinaje de muchos siglos. Hacemos un descanso ante la Madre del Señor y le suplicamos: Muéstranos a Jesús. Muéstranos a nosotros peregrinos a Aquel que es al mismo tiempo el camino y la meta: la verdad y la vida.

El texto evangélico, que hemos apenas escuchado, abre, ulteriormente nuestra mirada. Este presenta la historia de Israel a partir de Abraham como un peregrinaje que, con subidas y bajadas, por caminos cortos y por caminos largos, conduce finalmente a Cristo. La genealogía con sus figuras luminosas y oscuras, con sus éxitos y sus fallas, nos demuestra que Dios puede escribir derecho también sobre las lineas torcidas de nuestra historia. Dios nos deja nuestra libertad y, sin embargo sabe encontrar en nuestras fallas nuevos caminos para su amor. Dios no falla. Así esta genealogía es una garantía de la fidelidad de Dios; una garantía que Dios no nos deja caer, y una invitación a orientar nuestra vida siempre nuevamente hacia Él, a caminar siempre de nuevo hacia Cristo.

Ir en peregrinación significa estar orientados en una cierta dirección, caminar hacia una meta. Esto otorga también al camino y a su cansancio una belleza propia. Entre los peregrinos de la genealogía de Jesús había algunos que habían olvidado la meta y querían ponerse así mismos como meta. Pero siempre de nuevo el Señor había suscitado también personas que se habían dejado empujar por la nostalgia de la meta, orientándole la propia vida. El impulso hacia la fe cristiana, el inicio de la Iglesia de Jesucristo ha sido posible, porque existían en Israel personas con un corazón en búsqueda —personas que no se acomodaron en la costumbre, sino que escrutaron lejos en búsqueda de algo más grande: Zacarías, Isabel, Simeón, Ana, María y José, los Doce y muchos otros. Ya que su corazón estaba en espera, ellos podían reconocer en Jesús a Aquel que Dios había mandado y convertirse así en el inicio de su familia universal. La Iglesia de los gentiles se ha hecho posible porque sea en el área del Mediterráneo sea en el Asia cercana y media, donde llegaban los mensajeros de Jesús, había personas en espera que no se contentaban de aquello que hacían y pensaban todos, sino que buscaban la estrella que podía indicarles a ellos el camino hacia la Verdad misma, hacia el Dios viviente.

Tenemos necesidad de este corazón inquieto y abierto. Es el centro del peregrinar. También hoy no es suficiente ser y pensar en cualquier modo como todos los otros. El proyecto de nuestra vida va más allá. Nosotros tenemos necesidad de Dios, de aquel Dios que nos ha mostrado su rostro y abierto su corazón: Jesucristo. Juan, con buena razón, afirma que Él es el Unigénito de Dios que está en el seno del Padre (Cfr. Juan 1, 18); así sólo Él, desde la íntimidad de Dios mismo, podía revelarnos a Dios —revelarnos también quién somos nosotros, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Cierto, hay numerosas y grandes personalidades en la historia que han hecho bellas y conmovedoras experiencias de Dios. Sin embargo son sólo experiencias humanas con su límite humano. Sólo Él es Dios y por eso sólo Él es el puente que verdaderamente pone en contacto inmediato a Dios y el hombre. Si nosotros cristianos lo llamamos el único Mediador de la salvación valido para todos, que interesa a todos y del cual, en definitiva todos tienen necesidad, esto no significa para nada desprecio de las otras religiones ni soberbia absolutización de nuestro pensamiento, sino únicamente el ser conquistados de Aquel que nos ha tocado interiormente y colmado de dones, a fin de que nosotros pudiésemos a nuestra vez hacer dádivas también a los otros. De hecho, nuestra fe se opone decididamente a la resignación que considera al hombre incapaz de la verdad —como si esta fuera muy grande para él. Esta resignación de frente a la verdad es, según mi convicción, el centro de la crisis del occidente de Europa. Si para el hombre no existe una verdad, él, en el fondo, no puede ni siquiera distinguir entre el bien y el mal. Y entonces los grandes y maravillosos conocimientos de la ciencia se vuelven ambiguos: pueden abrir perspectivas importantes para el bien, para la salvación del hombre, pero también —y lo vemos— convertirse en una terrible amenaza, la destrucción del hombre y del mundo. Nosotros tenemos necesidad de la verdad. Mas ciertamente a motivo de nuestra historia tenemos miedo que la fe en la verdad comporte intolerancia. Si este miedo, que tiene sus buenas razones históricas, nos eleva, es tiempo de mirar a Jesús como lo vemos aquí en el santuario de Mariazell. Lo vemos en dos imágenes: como niño en brazos de su Madre y, sobre el altar principal de la basílica, como crucificado. Estas dos imágenes de la basílica nos dicen: la verdad no se afirma sobre el poder externo, más es humilde y se da al hombre solamente mediante el poder interior de su auténtico ser. La verdad se muestra a sí misma en el amor. No es jamás muestra de propiedad, un producto nuestro, como también el amor no se puede producir, sino solamente recibir y transmitir como don. De esta fuerza interior de la verdad tenemos necesidad. De esta fuerza de la verdad nosotros nos confiamos como cristianos. De esta somos testigos. Debemos transmitirla en don en el mismo modo en el cual la hemos recibido, así como ella se ha donado.

“Mirar a Cristo”, es el lema de este día. Esta invitación, para el hombre en búsqueda, se transforma siempre de nuevo en una solicitud espontánea, una solicitud dirigida en particular a María, que nos ha dado a Cristo como Hijo suyo: “¡Muéstranos a Jesús!”. Oremos hoy, así, con todo el corazón; oremos así también más allá de esta hora, interiormente a la búsqueda del Rostro del Redentor. “¡Muéstranos a Jesús!”. María responde presentándonoslo a nosotros sobre todo como un niño. Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Dios no viene con la fuerza exterior, sino viene con la impotencia de su amor, que constituye su fuerza. Él se da en nuestras manos. Pide nuestro amor. Nos invita a convertirnos en pequeños también a nosotros, a descender de nuestros altos tronos y aprender a ser niños delante de Dios. Él nos ofrece el Tú. Nos pide confiarnos a Él y a aprender así a estar en la verdad y en el amor. El niño Jesús nos recuerda naturalmente también a todos los niños del mundo, en los cuales quiere venirnos al encuentro. Los niños que viven en la pobreza; que son explotados como soldados; que no han podido jamás experimentar el amor de sus padres; los niños enfermos y sufrientes, pero también aquellos alegres y sanos. Europa se ha convertido en pobre de niños: nosotros queremos todo para nosotros mismos, y quizás no nos confiamos mucho del futuro. Pero ausente de futuro estará la tierra sólo cuando se apaguen las fuerzas del corazón humano y de la razón iluminada por el corazón —cuando el rostro de Dios no resplandecerá más sobre la tierra. Donde está Dios, allí está el futuro.

“Mirar a Cristo!”: demos ahora brevemente una mirada al Crucifijo sobre el altar mayor. Dios ha redimido al mundo no mediante la espada, sino mediante la Cruz. Moribundo, Jesús extiende los brazos . Esto es sobre todo el gesto de la Pasión, en la cual Él se deja clavar por nosotros, para darnos su vida. Pero los brazos mismos son al mismo tiempo la actitud orante, una posición que el sacerdote asume cuando en la oración extiende los brazos: Jesús ha transformado las pasiones —su sufrimiento y su muerte— en la oración, y así la ha transformado en un acto de amor hacia Dios y hacia los hombres. Por esto los brazos mismos del Crucifijo son, en fin, también un gesto de abrazo, con el cual Él nos atrae hacia sí, quiere encerrarnos en las manos de su amor. Así Él es una imagen del Dios viviente, es Dios mismo, a Él podemos confiarnos.

“Mirar a Cristo” Si esto hacemos nosotros, nos damos cuenta que el cristianismo es algo más distinto que un sistema moral, que una serie de peticiones y leyes. Es el don de una amistad que perdura en la vida y en la muerte: “Ya no les llamo siervos sino amigos” (cfr. Juan 15, 15), dice el Señor a los suyos. A esta amistad justamente por esto lleva en sí una gran fuerza moral de la cual nosotros, frente a los desafíos de nuestro tiempo, tenemos tanta necesidad. Si con Jesucristo y con su Iglesia releemos en modo siempre nuevo el Decálogo del Sinaí, penetrando en sus profundidades, entonces se nos revela como un gran, válido, permanente amaestramiento. El decálogo del es sobre todo un sí a Dios, a un Dios que nos ama y nos guía, que nos lleva y sin embargo, nos deja a nuestra libertad, más aún, la hace libertad verdadera (los primeros tres mandamientos). Es un “sí” a la familia (cuarto mandamiento), un “sí” a la vida (quinto mandamiento), un “sí” a un amor responsable (sexto mandamiento), un “sí” a la verdad (octavo mandamiento), y un sí al respeto de las otras personas y de aquello que les pertenece (noveno y décimo mandamiento). En virtud de la fuerza de nuesta amistad con el Dios viviente nosotros vivimos este múltiple “sí” y al mismo tiempo lo llevamos como indicador de un recorrido en esta hora de nuestro mundo.“Muéstranos a Jesús”. Con esta petición a la madre del Señor nos hemos puesto en camino hacia este lugar. Esta petición nos acompañará cuando volvamos a nuestra vida cotidiana. Y sabemos que María escucha nuestra oración: sí, en todo momento, cuando miramos hacia María, ella nos muestra a Jesús. Así podemos encontrar el recto camino, seguirlo paso a paso, llenos de alegría confiada que el camino que conduce a la luz — en la alegría del Amor eterno. Amén.

Tomado de :


Traducción del italiano: Cenjosch

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